jueves, marzo 30

La Loca Cousiño II

Mente en audición, actriz de espejos. El tiempo se hace agua en las manos de quien no responde ante calendarios, hace caso omiso a la existencia de la realidad inmediata y, que se desenvuelve en las tablas de su propio teatro, un escenario de obras constantes, que nunca dejarán de ganar ovación porque los personajes siempre actuarán como el público los quiere ver.

De vuelta, en Adriana Cousiño, su casa la espera tímidamente entre las que sí poseen balcón. Ella abre la puerta y se dirige rápidamente escalera arriba hacia su habitación. Toma asiento frente al tocador y sonríe, está satisfecha con el peinado. Pellizca sus mejillas y retoca con suavidad su maquillaje. Comienza a mostrar sus dotes histriónicas, adoptando poses de grandes películas: es "La Dama de las Camelias", la de la Garbo primero y la de Ana González luego. No, mejor se transforma en su favorita, en Blanche, Blanche Dubois en "Un Tranvía llamado Deseo". Ella puede ser lo que se proponga, pero su actuación se limita sólo a las poses, no hay parlamento. Su memoria fracciona los diálogos en su mente y los reduce a palabras que emergen inconexas de su boca. Se preocupa, debe presentarse dentro de poco y le resulta imposible resolver un argumento en su totalidad. Se levanta, se acerca a la ventana para poder ver a su palmera y a su sombra. Respira profundo y mira fijamente al cielo, entonces actúa para el viento, para su palmera y todo aquello que la observa. Despliega un acto magistral de movimientos, al fin y al cabo qué importa, su experiencia es la mejor carta de presentación. Tuvo oportunidad de compartir con los grandes de la década del `40, directores chilenos importantes como José Bohr y Jorge Délano, y actrices de renombre como Chela Bon y Malú Gatica, a quienes su memoria invoca debido a su total admiración. Hace una graciosa reverencia, como si lo hiciera en honor a sus admirados, pero la interrumpe un cerrado aplauso. Ya no sonríe, más bien ríe orgullosa, no sabe de donde proviene el palmoteo y poco le importa, una actriz como ella recibirá siempre tales manifestaciones donde quiera que vaya.
Regresa a su tocador y busca en uno de sus cajones el cartel de las audiciones: “de 16 a 18 horas”. Debe partir, está algo retrasada y por nada en el mundo puede perderse esta oportunidad. Baja presurosa las escaleras y prepara su salida ritual de costumbre, abriéndose lentamente paso hacia afuera.
Se asoma como siempre por calle Compañía, la calle de las huellas del tranvía, la única por la que puede deambular sin desorientarse. Cueto, debe dirigirse a Cueto, la audición es en el Teatro Novedades, el teatro de la escueta calle. Sube siguiendo los escondidos rieles, alejándose del sol, mirando continuamente su sombra y la de su talvez ángel guardián, que la acompaña muy de cerca. En una primera instancia avanza rauda, pero por algún motivo, el ritmo empieza a disminuir, paulatinamente, hasta que se detiene. Su corazón ya no late ansioso y en lugar de una sonrisa se esboza una mueca producto de la desilusión. Lleva el cartel del teatro en las manos y a pesar de todo el tiempo va desde que lo encontró, es la primera que lo lee con atención: la audición había sido 20 años atrás.
- “Todo el tiempo invertido...”- murmura. Más no se trata de una mujer derrotada, por el contrario. Emprende otra vez su camino hacia el teatro, porque si bien es demasiado tarde para esa presentación podría haber alguna otra.
Su típica sonrisa vuelve a conquistar su rostro. Todos la están mirando, todos saben que ella va al teatro. A lo mejor su destino es encontrarse con alguien especial, talvez, algún productor cinematográfico o quizás, un director teatral que anda en busca de una mujer de gran experiencia.
Llega finalmente a su destino, pero no encuentra indicios de una aparente sesión para elegir actores.
Fija la vista en todo lo noticioso pegado en el teatro, pero algo pasa. Arregla su cabello nerviosamente, algo hay, algo no le parece bien. Los carteles son confusos, no los entiende, hay muchas sombras. Está tensa, no se siente bien. Una extraña fuerza la hace entrar en el edificio.
- “Señora ¿Se encuentra bien?- dice el joven que se acerca a ayudarla
- “Sí... Ay, no sé. Alguien me ha empujado”
- “Sí, señora. Vi a un caballero hacerlo”
La “loca Cousiño” sale entonces a la calle para hacer frente a quien la ha agredido. Mira en todas direcciones, pero no encuentra persona alguna. Contrariada y molesta decide volver a su casa, olvidar lo acontecido. Camina, sólo camina, nada más interesa. Avanza cada vez más enfurecida por haber sido pasada a llevar en todos los sentidos: primero por el inhumano que la ha empujado y segundo, por chiquillo insolente que no ha reconocido en ella a la gran actriz. Enojada y sin darse cuenta, se encuentra ya en Alameda. Se acerca a una esquina, no sabe donde se encuentra, se siente completamente perdida. Alguien toma pesadamente su hombro. Ella se da vuelta y se encuentra cara a cara con un sonriente hombre.
- “Siento haberla tirado en el Teatro, pero iba muy apurado ¿La ayudo en algo?”
Ella sólo lo mira. Es un hombre menor, de unos cincuenta años por lo menos, de nariz puntiaguda y ojos saltones.
- “Me presento, mi nombre es Carlos Urrutia. Trabajo por acá cerca. Dígame, ¿necesita ayuda?”
La “loca Cousiño” ahora está confundida, algo tiene ese hombre, puede reconocer en él algo hay de familiar.
- “Mi nombre es Inés, Inés Strassburger. Estoy un poco desorientada… necesito llegar hasta mi casa.”
- “¿Strassburger? ¿No es usted actriz?”...
Su rostro ahora brilla, se siente halagada, se siente en confianza. Le cuenta donde vive y él le ofrece guiarla a cambio de un taza de té.

El camino hasta el 352 de Adriana Cousiño se torna ameno y muy corto. Él conoce muy bien el sector. Dice que es arquitecto y que le fascinan las formas con que se construyó en ese lugar.
- “Un barrio de artistas sin duda”- indica él.
- “Un barrio de gente linda hace varios años ya”- señala ella.
Ella le permite entrar sin el menor cuidado. Tan amable considera que ha sido el hombre, que además de ofrecerle té, le convida lo que resta de su lata de galletas de almendra. Se encuentra dichosa, hace mucho que no recibía visitas. Actúa y se siente como Blanche Dubois conquistando a un hombre menor, sensualidad cubierta por la sutileza de sencillas galletitas de almendra. Parece estar dispuesta a cumplir con su mejor rol. Si los grandes de otros tiempos la hubiesen visto antes desenvolverse de esta manera, la historia habría sido distinta. Para ella habría sido el papel que encarnó Malú Gatica en "El gran circo Chamorro", pero para directores como José Bohr, Inés siempre fue la jovencita pintada para el personaje secundario.
Se la percibe encerrada en sus pensamientos. Obvia detalles, deja pasar situaciones de relevancia en el comportamiento del aparente galante caballero.
-“¿Por qué sus ojos se abren de esa manera? ¿Cuántas de azúcar lleva en el té?...”-se pregunta.
Ella se esmera en tratarlo como rey, después de todo la reconoció como Inés y no como la “loca de la calle Cousiño”. Se levanta de la mesa para calentar un poco más de agua. Siente algo extraño, como si la siguieran. Siente un extraño temor, pero vuelve a sonreír. Puede que sea su sombra amiga, la palmera que la cuida desde afuera y observa su excelente representación.
- “Pero... ¡¿Qué?!”
Escucha un ruido, el de loza fina golpeando el suelo. Una taza que cae, galletas ruedan por el piso. Se da vuelta y él ya no está.
Como si fuera lo único que puede expresar, se encoge de hombros, no puede evitar la extrañeza, aunque puede vivir con ella. Sube las escaleras como pocas veces: lentamente. Llega a su pieza, mira por un breve lapso cómo las hermanas Iturriaga conversan en el balcón y luego, se sienta frente al tocador. Ahora es Blanche que llora mientras quejosamente se abanica.

jueves, marzo 23

La Loca Cousiño

La vida cobra un irreprochable sentido para unos y distinto para otros. A veces, se trata de un sentido casi mágico que nos sume en un paraíso, el paraíso de “todo pasado fue mejor”, el cual puede agobiarnos o puede situarnos dentro de una vida ilusoria, como la ilusoria vida de un iluso personaje. El pasado es sueño, es sus ojos, pero no es su dolor... ella no lo reconoce, lo que es triste pero cierto. Ella alimenta su existencia de utopías; ella vive siente y ve frondosos árboles en invierno, ella ve lo que quiere ver y es por eso que todos la conocen como “la loca Cousiño”.

La mañana tibia de comienzos de otoño parece detenerse en el Santiago antiguo, cargando de nostalgia las huellas de otra época: las casas, las calles... las historias.
Una suave brisa avanza y nos conduce a lentamente hacia una corta calle, Adriana Cousiño, corta pero mágica, cargada de historias. De para en par, como el telón de un teatro, se nos abren las ventanas de una desteñida casa, la única que sin balcones se levanta del suelo, frente a una de las palmeras de adornan aquella calle. Por una de esas ventanas la vemos a ella, sentada frente al tocador, más sonriente que otras mañanas.
El espejo no parece ser su enemigo, aún a pesar de los años, el cristal adopta el papel de cómplice en su búsqueda por regresar al teatro en gloria y majestad. Se observa, sonríe; practica posturas y muecas para su nueva rutina. Su figura delgada, casi lánguida, se mueve con elegancia. No es joven, los años han marcado su paso, pero no deja de ser hermosa. Sus ojos cansados todavía reflejan la dulzura de una mirada soñadora. Sonríe mientras pellizca sus mejillas para lograr algo de rubor. Se acicala un poco pasando las manos por su cabello, lo nota algo apagado. Decide ir a la peluquería.
Sale a la calle en un acto casi ritual, le cuesta enormemente separarse de su casa: primero saca su mano derecha seguida por el brazo, tantea el aire por unos segundos y luego, sale, cerrando la puerta lento y pegada a su espalda. Nadie conoce el por qué de todo ese trámite, la respuesta la tiene sólo ella. Las ancianas de enfrente, las hermanas Iturriaga, la observan desde su balcón. La “loca Cousiño” las saluda con ademán previamente ensayado, sonriéndoles, pero mirando con el rabillo del ojo hacia palmera que da frente a su habitación, su fiel oyente. La nota algo extraña. Tiene algo peculiar en esta oportunidad, una sombra por poco humana. Vuelve a sonreír.
Se asoma por calle Compañía, toda vestida de desgastado blanco, con ávidos pasos de jovencita, constantemente acariciando su pelo en acto de coquetería. Parece recordar aquellos días en que debía sortear las miradas de caballerosos admiradores, mientras caminaba aquellas calles, antiguamente cubiertas por adoquines. Avanza segura de sí, guiada más por las huellas del viejo tranvía que por su memoria, porque de alguna forma, su cabeza trabaja como un tranvía: lerdo trabajador del pasado, poco confiable.
En la esquina de Compañía y Libertad se aprecia la conocida Peluquería Francesa. Se alza de modo fraternal, abriendo los brazos de par en par para recibir a la mítica mujer. Todos la ven entrar, ella sonríe y hace reverencias, mientras los dependientes le siguen el juego, brindándole continuas alabanzas. Don Elimino Lavaud, el dueño, se acerca a ella y le besa la mano- “Bienvenida Inés, bienvenida”. Ella se siente halagada y con sutil coquetería le cuenta la razón de su visita. Entonces, Don Emilio, la conduce hasta el sector de damas y la deja con la peluquera de confianza.
- “Señorita Inés, ¿en qué piensa tanto?
- “Recuerdos. La primera vez que vine yo era una jovencita. Época de tertulias y mucha vida social. Esa vez me peinaron para mi primera audición”.
- “¿Y se veía linda?”
- “Sí, muy linda.”
Al mirarse en el espejo, se da cuenta de que una imagen conocida se refleja desde la ventana, sus ojos se iluminan, piensa en la sombra de su palmera amiga, su ángel de la guarda y dulce compañía de los momento a más solitarios de su vida. Se da vuelta, mas ya no está.

viernes, marzo 17

Viernes

Los minutos se fagocitan uno a uno y el tiempo pasa, lentamente, al paso que los segundos son digeridos por el cansancio y yo... yo me mantengo aquí sentada, frente a la pantalla, pensando en que ya mañana será fin de semana.

lunes, marzo 13

Hoy no quiero...

Hoy no quiero ser, tampoco quiero estar. No quiero conjugar verbos, ni menos formar con ellos oraciones. No quiero tomar aire para hablar lo que no quiero decir, no quiero usar mis manos para escribir lo que no quiero dejar escrito. Mis manos están callosas y mis pies cansados, mis rodillas tiemblan, no quiero hacer caminos si no sé dónde andar... hace rato que me perdí. No quiero morir, tampoco vivir, sólo quiero tiempo muerto para no sentir.