Mente en audición, actriz de espejos. El tiempo se hace agua en las manos de quien no responde ante calendarios, hace caso omiso a la existencia de la realidad inmediata y, que se desenvuelve en las tablas de su propio teatro, un escenario de obras constantes, que nunca dejarán de ganar ovación porque los personajes siempre actuarán como el público los quiere ver.
De vuelta, en Adriana Cousiño, su casa la espera tímidamente entre las que sí poseen balcón. Ella abre la puerta y se dirige rápidamente escalera arriba hacia su habitación. Toma asiento frente al tocador y sonríe, está satisfecha con el peinado. Pellizca sus mejillas y retoca con suavidad su maquillaje. Comienza a mostrar sus dotes histriónicas, adoptando poses de grandes películas: es "La Dama de las Camelias", la de la Garbo primero y la de Ana González luego. No, mejor se transforma en su favorita, en Blanche, Blanche Dubois en "Un Tranvía llamado Deseo". Ella puede ser lo que se proponga, pero su actuación se limita sólo a las poses, no hay parlamento. Su memoria fracciona los diálogos en su mente y los reduce a palabras que emergen inconexas de su boca. Se preocupa, debe presentarse dentro de poco y le resulta imposible resolver un argumento en su totalidad. Se levanta, se acerca a la ventana para poder ver a su palmera y a su sombra. Respira profundo y mira fijamente al cielo, entonces actúa para el viento, para su palmera y todo aquello que la observa. Despliega un acto magistral de movimientos, al fin y al cabo qué importa, su experiencia es la mejor carta de presentación. Tuvo oportunidad de compartir con los grandes de la década del `40, directores chilenos importantes como José Bohr y Jorge Délano, y actrices de renombre como Chela Bon y Malú Gatica, a quienes su memoria invoca debido a su total admiración. Hace una graciosa reverencia, como si lo hiciera en honor a sus admirados, pero la interrumpe un cerrado aplauso. Ya no sonríe, más bien ríe orgullosa, no sabe de donde proviene el palmoteo y poco le importa, una actriz como ella recibirá siempre tales manifestaciones donde quiera que vaya.
Regresa a su tocador y busca en uno de sus cajones el cartel de las audiciones: “de 16 a 18 horas”. Debe partir, está algo retrasada y por nada en el mundo puede perderse esta oportunidad. Baja presurosa las escaleras y prepara su salida ritual de costumbre, abriéndose lentamente paso hacia afuera.
Se asoma como siempre por calle Compañía, la calle de las huellas del tranvía, la única por la que puede deambular sin desorientarse. Cueto, debe dirigirse a Cueto, la audición es en el Teatro Novedades, el teatro de la escueta calle. Sube siguiendo los escondidos rieles, alejándose del sol, mirando continuamente su sombra y la de su talvez ángel guardián, que la acompaña muy de cerca. En una primera instancia avanza rauda, pero por algún motivo, el ritmo empieza a disminuir, paulatinamente, hasta que se detiene. Su corazón ya no late ansioso y en lugar de una sonrisa se esboza una mueca producto de la desilusión. Lleva el cartel del teatro en las manos y a pesar de todo el tiempo va desde que lo encontró, es la primera que lo lee con atención: la audición había sido 20 años atrás.
- “Todo el tiempo invertido...”- murmura. Más no se trata de una mujer derrotada, por el contrario. Emprende otra vez su camino hacia el teatro, porque si bien es demasiado tarde para esa presentación podría haber alguna otra.
Su típica sonrisa vuelve a conquistar su rostro. Todos la están mirando, todos saben que ella va al teatro. A lo mejor su destino es encontrarse con alguien especial, talvez, algún productor cinematográfico o quizás, un director teatral que anda en busca de una mujer de gran experiencia.
Llega finalmente a su destino, pero no encuentra indicios de una aparente sesión para elegir actores.
Fija la vista en todo lo noticioso pegado en el teatro, pero algo pasa. Arregla su cabello nerviosamente, algo hay, algo no le parece bien. Los carteles son confusos, no los entiende, hay muchas sombras. Está tensa, no se siente bien. Una extraña fuerza la hace entrar en el edificio.
- “Señora ¿Se encuentra bien?- dice el joven que se acerca a ayudarla
- “Sí... Ay, no sé. Alguien me ha empujado”
- “Sí, señora. Vi a un caballero hacerlo”
La “loca Cousiño” sale entonces a la calle para hacer frente a quien la ha agredido. Mira en todas direcciones, pero no encuentra persona alguna. Contrariada y molesta decide volver a su casa, olvidar lo acontecido. Camina, sólo camina, nada más interesa. Avanza cada vez más enfurecida por haber sido pasada a llevar en todos los sentidos: primero por el inhumano que la ha empujado y segundo, por chiquillo insolente que no ha reconocido en ella a la gran actriz. Enojada y sin darse cuenta, se encuentra ya en Alameda. Se acerca a una esquina, no sabe donde se encuentra, se siente completamente perdida. Alguien toma pesadamente su hombro. Ella se da vuelta y se encuentra cara a cara con un sonriente hombre.
- “Siento haberla tirado en el Teatro, pero iba muy apurado ¿La ayudo en algo?”
Ella sólo lo mira. Es un hombre menor, de unos cincuenta años por lo menos, de nariz puntiaguda y ojos saltones.
- “Me presento, mi nombre es Carlos Urrutia. Trabajo por acá cerca. Dígame, ¿necesita ayuda?”
La “loca Cousiño” ahora está confundida, algo tiene ese hombre, puede reconocer en él algo hay de familiar.
- “Mi nombre es Inés, Inés Strassburger. Estoy un poco desorientada… necesito llegar hasta mi casa.”
- “¿Strassburger? ¿No es usted actriz?”...
Su rostro ahora brilla, se siente halagada, se siente en confianza. Le cuenta donde vive y él le ofrece guiarla a cambio de un taza de té.
El camino hasta el 352 de Adriana Cousiño se torna ameno y muy corto. Él conoce muy bien el sector. Dice que es arquitecto y que le fascinan las formas con que se construyó en ese lugar.
- “Un barrio de artistas sin duda”- indica él.
- “Un barrio de gente linda hace varios años ya”- señala ella.
Ella le permite entrar sin el menor cuidado. Tan amable considera que ha sido el hombre, que además de ofrecerle té, le convida lo que resta de su lata de galletas de almendra. Se encuentra dichosa, hace mucho que no recibía visitas. Actúa y se siente como Blanche Dubois conquistando a un hombre menor, sensualidad cubierta por la sutileza de sencillas galletitas de almendra. Parece estar dispuesta a cumplir con su mejor rol. Si los grandes de otros tiempos la hubiesen visto antes desenvolverse de esta manera, la historia habría sido distinta. Para ella habría sido el papel que encarnó Malú Gatica en "El gran circo Chamorro", pero para directores como José Bohr, Inés siempre fue la jovencita pintada para el personaje secundario.
Se la percibe encerrada en sus pensamientos. Obvia detalles, deja pasar situaciones de relevancia en el comportamiento del aparente galante caballero.
-“¿Por qué sus ojos se abren de esa manera? ¿Cuántas de azúcar lleva en el té?...”-se pregunta.
Ella se esmera en tratarlo como rey, después de todo la reconoció como Inés y no como la “loca de la calle Cousiño”. Se levanta de la mesa para calentar un poco más de agua. Siente algo extraño, como si la siguieran. Siente un extraño temor, pero vuelve a sonreír. Puede que sea su sombra amiga, la palmera que la cuida desde afuera y observa su excelente representación.
- “Pero... ¡¿Qué?!”
Escucha un ruido, el de loza fina golpeando el suelo. Una taza que cae, galletas ruedan por el piso. Se da vuelta y él ya no está.
Como si fuera lo único que puede expresar, se encoge de hombros, no puede evitar la extrañeza, aunque puede vivir con ella. Sube las escaleras como pocas veces: lentamente. Llega a su pieza, mira por un breve lapso cómo las hermanas Iturriaga conversan en el balcón y luego, se sienta frente al tocador. Ahora es Blanche que llora mientras quejosamente se abanica.
1 comentario:
Jajajaja. Suele ocurrir.
A veces a blogger le da la tincaa'.
Esperando la segunda parte (si blogger asi lo quiere).
Saludos Parchesianos.
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