El placer suele ser poético en los ojos obsesionados de un enceguecido hombre. Atracción patológica, amor al polvo y a todo aquello que se desmorona. El deseo sólo se subyuga ante la imagen de quien se admira, de quien ha sido colocado en un pedestal y no se puede tocar... imagen divina de un ser terrenal.
Se transforma en sombras, se oculta y desliza silenciosamente. Es casi una partícula del aire, una porción de tierra, parte de las sombras que produce la palmera. Desde abajo, desde el suelo, escucha los diálogos inconclusos de la mujer que idolatra y las noches insomnes sobre el cemento frío obtienen su recompensa cuando la ve desplegar sus cualidades y calidad de actriz.
Jamás había pasado por su mente siquiera el pronunciar su nombre, menos tocar su hombro y decirle unas palabras pocas.
El teatro era una de sus pasiones, junto con la arquitectura de las antiguas casas de Santiago Centro y ella... ella era parte de sus dos pasiones. Al verla aquel día radiante de felicidad, caminando como una jovencita por las huellas del pasado de la calle Compañía, no pudo evitar pronunciar las iniciales de su nombre a medida que la seguía y cerrar los ojos para soñarla. Al verla completamente perdida, no esquivó la tentación de ir a hablarle y ayudarla a encontrar el camino de regreso
-”Porque… “- se repetía en voz alta- “¿Qué es de los ángeles sin el paraíso? ¿Qué será de ella sin su paraíso desprovisto de balcones?”
Tenía que ayudarla, mas nunca imaginó que esto elevaría a su consciente el más escondido de sus placeres: el hacerla suya. Todo por una taza de té, líquido teñido de sepia, que lo obligó a verla como una vulgar y simplona mujer de esta tierra. Odió esa taza de té como nunca odió nada en su sombría vida, debió arrojar ese sucio elemento y arrancar lejos, reprochándose a viva voz todo lo pensado e imaginado.
- “¡Dios te castigará por esto! Has desvestido a tu ángel y la has manchado de impurezas. ¡Maldito gusano, te rindes ante los cochinos placeres humanos. Recuerda la primera vez que la viste, recuerda cómo la ovacionaste”.
Tenía alrededor de 18 años cuando la vio por vez primera. Había acompañado a su madre a ver una obra que se hacía por beneficencia. Usualmente no asistía ese tipo de representaciones por la baja calidad de sus actores y lo vago de las temáticas, pero ese día lo había hecho por “amor al arte”. En esa oportunidad quedó prendado del amor que irradiaba por el teatro, se enamoró de su insignificante caracterización.
Dos años más tarde la vio por segunda vez y de ahí en adelante no pudo para de buscarla, seguirla y admirarla en silencio. Estudiaba arquitectura y junto a tres de sus compañeros había ido ver la casa de las tías solteronas de uno de ellos, Juan Pedro Iturriaga. La casa era enorme para ambas señoras, pero aun así, se mantenía inmaculada por dentro y por fuera. Aparte de lo singular de la casa, no esa la que más llamó su atención, sino aquella que sin balcón se levantaba frente a la de las señoras Iturriaga. Esa casa tenía algo mágico, una especie de música hipnotizante. Siempre había gozado viendo ruinas y con frecuencia, lo que más llamaba su atención en esos barrios eran las casas a más mal traer. Pero ésta, ésta además la tenía a ella. Pudo verla en uno usuales ensayos frente al tocador, lánguida, casi etérea, vociferando con voz ronca de empedernida fumadora.
Días después regresó a Adriana Cousiño sólo para verla. Se dispuso detrás de la joven y delgada palmera que miraba justo a su puerta. El número 352, la casa de desteñido color amarillo, el hogar de la “loca Cousiño”. Una vecina se acercó de mal modo y dijo:
- “¿Qué miras ahí chiquillo? ¿No sabes que ahí vive la loca sinvergüenza de la Inés? Llegó cual huasa del sur y se casó con don Claudio Errázuriz sólo para quedarse con la plata y la casa. De otro modo no tendría donde caerse, la actriz de quinta esa.”
Las despectivas palabras de la señora no lograron otra cosa que interesarlo más en ella. Dedicó su tiempo a regresar una vez tras otra, se quedaba tras la palmera mirando, comiendo de vez en cuando unos pocos chocolates o maníes confitados. Su rendimiento y concentración decayeron considerablemente, teniendo que retirarse de la carrera un año y medio más tarde. Entonces contó con más tiempo para dedicarlo a descubrir más sobre ella. Por ese entonces, ya comenzaba a ser conocida como “la loca Cousiño”, debido a que no se asomaba a la calle a menos que fuese para ir a audicionar a algún teatrillo o para practicar frente a una flácida palmera argumentos de los que muy luego se olvidaría.
Ella se había obsesionado con el teatro tanto como él lo había hecho por ella. Cada día que pasaba, ella se volvía más parte de la casa y él, parte de las sombras que dejaba la palmera durante el día.
Él nunca dejó de verla en las alturas, literalmente se hizo inalcanzable. Las noches comenzaron a cobrar largas horas bajo la palmera, antes de dejarlo partir a su hogar para por fin descansar.
- “¡Carlos, por amor a Dios, baja a tierra! No comes, no duermes, ¡si estás hecho un ánima! Hijo, me preocupas”.
Su madre lo esperaba hasta altas horas de la noche, lloraba a sus pies y suplicaba, mas él cayó en un profundo trance del cual no parece querer despertar.
Durante el día se moviliza oculto entre las sombras, un delgado hombre de nariz puntiaguda y ojos saltones, que siempre viste negro.
En los cerca de treinta años de incongruencia, nunca tuvo motivación propia ni para comer. Toda su vida funcionó según lo que ella hacía hasta ese día, ese día en que se decidió a hablar y arrojar la taza de té.
Hoy su ángel se desvirtúa y comienza a bajar a tierra. Él despierta a su instinto animal, la desea en cuanto a cuerpo. Ya la tuvo por largo tiempo en cuanto a alma, en tanto ser celestial que no goza de sexo.
1 comentario:
Rayos!, anduve desaparecido un tiempo y la loca cousiño continua!.
y no esta sola.
A seguir leyendo.
Saludos Parchesianos.
Publicar un comentario